La arquitectura, o el arte de construir
La arquitectura es
una profesión en profunda crisis. Esta aseveración es producto no solo de las circunstancias
sociales, políticas y económicas que nuestra sociedad atraviesa y que están
llevando a la perdida de la figura del arquitecto como profesional liberal para inscribirlo como un asalariado más, perdiendo con ello libertad de
pensamiento y por supuesto de acción.
Parte de esta
situación viene del efecto negativo que ha tenido en nuestro caso la
convergencia europea a la baja, en una Europa donde la profesión no está
homologada de manera unitaria; es complejo explicarlo, pues en ello ha influido
la propia génesis de la enseñanza de la arquitectura como hija de las Bellas
Artes en unos casos, sin una fuerte componente técnica, como ocurre en algunos
países -Italia o Francia-, frente a las formaciones académicas más
integradas en una tradición politécnica propia del mundo anglosajón, justamente
en la que extrañamente nos inscribíamos hasta hace unos años. Cuestión que ha tocado, espero no sea de muerte, a la profesión en España.
Gran parte de la culpa
la tenemos la manera de ser como pueblo, pues esa convergencia con aplicación de rodillo no ha surtido efecto en países como Alemania o Bélgica, donde se han mantenido ciertas cotas de independencia en determinados aspectos
laborales y profesionales. Los arquitectos españoles, poco solidarios entre si,
fácilmente vendidos por políticos entreguistas, se escudaron tras un Colegio que
perdió en determinado momento papel social y político, y que renunció a parcelas
que nunca -como heredero en parte de un sindicato gremial- debiera haber cedido. Aunque hay que matizar la labor que están llevando -con gran
esfuerzo- compañeros de las asociaciones territoriales, más próximos a los
colegiados, intentando abrirlo y sacarlo del anonimato. Enmarcándose quizás el problema en el Consejo Superior de Arquitectos, tímido en la defensa de
dignificar la profesión en momentos tan difíciles de cambio. Organismo que
encaja fracaso tras fracaso en una gestión donde es evidente la falta de
eficacia.
Un ejemplo de la
indefensión la podemos tener en dos ejemplos, ambos presentes en la obra
pública, la cual precisamente debiera ser ejemplo de disciplina y calidad en su
proceso de selección y ejecución. En ella encontramos dos temas definitorios de
la decadencia:
- La perversión de haber permitido
separar en la práctica habitual de la contratación, el proyecto de la dirección de obra,
sabido que ambas son fases es una unidad: la creación y construcción del hecho arquitectónico. Manejo de la Administración para sus
apaños económicos. Acto de barbarie arquitectónica y demostración palmaria de
la incultura de quienes nos dirigen, ofensa que no debiéramos jamás haber
admitido y sobre lo que yo, al menos, no he oído decir nada a nuestro Colegio.
- La valoración de los proyectos en los
concursos, en los cuales priman dos aspectos antisociales y discriminatorios
para las nuevas generaciones de arquitectos: la baja económica y las
condiciones abusivas para poder presentarse, aspectos que son generalmente definitorios
en la selección de un proyecto. Ello implica que el Estado (la administración
en general) elige el proyecto más barato, no el mejor. Con lo cual tenemos
posiblemente un proyecto mediocre seleccionado y quizás más caro de construir o
peor resuelto. Producto de una Ley de Contratos del Estado frente a la cual no
es plan de presentar, como parece que así ha sido, una enmienda tras tantos
años, cuando se debiera haber levantado fuerte y rotunda la voz en su momento. Otra cosa es, definido el mejor proyecto y quien lo dirige, buscar la empresa que ese proyecto lo
construya con mejor baja.
Al abandono de los
colegios profesionales por parte de las nuevas generaciones, ajenas a la propia
profesión –con un paro que llega a cotas de vergüenza- se une la problemática
de la enseñanza de la arquitectura, acrecentada exponencialmente en los últimos
años, y que arrastra una problemática en ocasiones casi inenarrable, tanto en
la pública, como en la privada, en un país donde han florecido excesivas
Escuelas. Donde quizás por razones de prestigio de las propias universidades, por justificar un plantilla en ocasiones desfasada, por interés pecuniario, se busca llenar las aulas
de jóvenes ilusionados a los que se inculcan esperanzas que en demasiadas
ocasiones, por ser suave, no son ciertas, ni por el papel con el cual se
presenta al profesional en la sociedad, ni por la posibilidad de encontrar un
puesto de trabajo.
El panorama siento
sea desolador, aunque no hay que tirar la toalla, pues es el momento de aunar
fuerzas, es el momento de decir “basta” a tanta iniquidad y desprecio por la
arquitectura. Un aire de cierta frescura permite respirar -hasta saber cómo se
resuelven ciertas cuestiones-, es el caso de la propuesta del Colegio de
Castilla-León sobre su crítica a los contratos públicos, o la ley de
Arquitectura del Parlament de Catalunya… cuestiones que el resto del Estado
deberíamos poner en práctica lo antes posible, y sobre lo cual nuestro Colegio
debiera pronunciarse públicamente cuanto antes y buscar los apoyos políticos
necesarios para que se debata el tema en las Cortes Valencianas. La
arquitectura es importante, cuidémosla, pues vivimos rodeados de arquitecturas
y en ellas y los paisajes que definen nos identificamos como pueblo.
Publicado en Levante, 24 de Julio de 2017